Raúl Hernández Caballero

La pandemia de COVID ha puesto en evidencia algo que hacía tiempo, ya años, venía observando. Al ser humano le encanta y le estimula el dolor ajeno, se recrea en la distancia con el sufrimiento de otros. El dolor ajeno es diversión de butaca y palomitas. 

Sólo así se puede entender por qué triunfan series y películas basadas en conflictos bélicos, gobiernos tiránicos, desastres ambientales, apocalipsis basadas en todo tipo de miserias, cataclismos a escala planetaria, desmembramientos en masa, tragedia humana, sangre, suciedad, deshumanización y brutalidad sin fin. Es todo aquello que en la vida real no queremos para nosotros mismos, pero si le pasa al otro... ¿Quién no ha echado una miradita de soslayo cuando pasa uno al lado de un accidente en carretera? Sabes que te vá a dejar mal cuerpo, pero vas y miras, no lo puedes evitar.

Es una gozada estar disfrutando todos esos escenarios y todas esas sensaciones tan estimulantes desde un sofá bien cómodo, una mantita y calefacción a tope, mientras se rellena el estómago con comida basura y un refresco de cola. 

Por poner un ejemplo que causó auténtica adicción entre las masas, "The Walking Dead", serie de moda durante años, recreaba un escenario apocalíptico a escala mundial, un mundo que vuelve a la edad media, sin suministros energéticos, miseria, hambre y canibalismo, donde con el tiempo se dejaba claro que el ser humano es más peligroso que el muerto viviente.

Pero ironías del destino, todo fué diversión hasta que ese dolor se vuelve realidad.  Se vino una pandemia a escala global, una de esas tragedias que sólo veíamos con gran gusto y que explotaba y explotará la industria del entretenimiento con conocimiento de causa y gran éxito de audiencias.  Y resultó que cuando sufrimos en propias carnes la incomodidad ya no nos gustó tanto, ya no hace gracia la desgracia propia.

Qué despreciable es la especie humana al saber que la desgracia sólo hace gracia si es ajena.